Su rostro amoratado, con ensañamiento en los ojos, parecía el de un boxeador duramente castigado. Y es que estando boca abajo, amarrado de pies y manos, y a veces con la cabeza ligeramente levantada, tres veces había recibido en la parte posterior del cráneo el peso de una escultura de siete kilos. Pero no fueron los golpes de cara contra el suelo lo que realmente lo mató, sino las dos fuertes cuchilladas que penetraron los costados hasta romperle las vértebras.
Antes todavía, le fue desatada una mano para escribir a puño una carta dirigida a la Clínica Javier Prado. En ella informaba que asumía los costos correspondientes a la atención médica de su captor y que además le entregaran una cifra de dinero.
Así terminaba sus días el empresario pesquero más importante del país, de casi metro ochenta de estatura y complexión atlética, a manos del esmirriado jovencito que lo había sometido apuntándole una Luger Parabellum (su propia arma, hurtada meses atrás).
El jovencito confesó el crimen y la testigo (amarrada, violada, pero no golpeada) corroboró la historia, punto por punto, desde que llegaron a la solitaria casa de campo hasta que el asesino salió de la residencia, desapareciendo entre los arbustos.
El caso estaba resuelto en menos de 48 horas. Pero cambiaron de juez instructor.
La nueva autoridad judicial se preguntó por qué la parte trasera del cráneo no tenía más señas que un hematoma. ¿Acaso el rostro había sido golpeado directamente? Por lo demás, el esmirriado jovencito ni la testigo tenían la fuerza suficiente para clavar el cuchillo con tal profundidad y daño de vértebras. ¿Habían participado terceras personas? Es cierto que el cuerpo fue encontrado con amarres. Y sin embargo no tenía huellas de atadura. La letra calmada del empresario no reflejaba la tensión vivida, la posición en que fue escrita la carta o tan siquiera la falta de circulación sanguínea después de estar atado varias horas. Además, el grosor de la punta ni el matiz del color correspondían al lapicero encontrado. ¿Cuándo realmente había sido redactada? ¿Y la Luger que el jovencito no había sabido cargar durante la reconstrucción?
Los cuestionamientos y las dudas se multiplican a partir del capítulo 29. La parte anterior, en contrapunto, describe la vida de la víctima (incluido su esfuerzo por evitar a los intermediarios internacionales y consolidar un frente nacional para la venta de harina de pescado) y el momento fatal, intercalados con rápidos detalles del acontecer nacional y mundial.
Imposible no relacionar el siguiente pasaje de Estudio en escarlata (capítulo 3, p. 44-45), escrita en 1887:
"En el suelo húmedo arcilloso veíanse muchas huellas de pies; pero como los policías habían ido y venido por el sendero, yo [Watson] no acertaba a comprender cómo mi compañero [Holmes] podía abrigar esperanzas de descubrir allí algo de interés.[...].
—Ha sido usted muy amable viniendo. Lo he dejado todo intacto.
—¡Salvo eso! —le contestó mi amigo [Holmes], apuntando hacia el sendero—. Ni aunque hubiera pasado por ahí una manada de búfalos podría haberlo revuelto más."
Con este párrafo de El caso Banchero (capítulo 29, p. 334):
"Los guardias civiles de Chaclacayo franquearon el paso a todos. Pronto no hubo dónde estacionar en la casa de campo. Si existieron otras huellas de neumáticos, aparte de las impresas ese día por el Pontiac de la víctima y por el automóvil de Cerruti, quedaron pulverizadas por los desordenados visitantes."
Aunque leído entre el 2 y 3 de abril 2021, este libro, en esta edición, lo tenía pendiente desde hace cincuenta años, aproximadamente, cuando, junto con Pantaleón y las Visitadores, mi padre lo compró en mi presencia y la de mis hermanos.
El caso Banchero, de Guillermo Thorndike, Barcelona, Barral Editores S.A., 1973, p. 479.