Cuando un lector o espectador se apersona a la obra de ficción, lo hace partiendo de un pacto tácito con el autor: Creer. Ya es bastante si durante la travesía éste no malgasta ese crédito.
Empero, cuando la obra contiene elementos sobrenaturales, el autor se juega el todo o nada. O le creemos en grado sumo o la obra se desbarata entre los objetos de utilería. Y para ello no hay fórmulas mágicas. Sabemos que Kafka trató al insecto como un hecho horroroso, vergonzante, pero normal. Cortázar permite, resignado, que los hermanos sean expulsados de la casa por una fuerza anónima. García Márquez se decidió a escribir su novela magna cuando entendió que debía contarla con la misma cara de palo que lo hacía su abuela. Pero este tratamiento no es único ni garantiza la eficacia del relato.