Es posible que en estos momentos tenga en mis manos el único ejemplar que exista en Perú de la trilogía La costa de Utopía, gracias a la generosidad de una buena amiga que de tanto escucharme hablar sobre el artículo de Mario Vargas Llosa, reproducido líneas abajo, se lanzó a la aventura de averiguar si existía traducción al español, dónde lo vendían y tramitar su adquisición desde España, para sorprenderme, mes y medio antes de mi cumpleaños 45o, con lo que sin duda será una de las muestras de aprecio más grande que he recibido y que nunca olvidaré (más allá de los vaivenes). Gracias; eternamente, gracias.
Mario Vargas Llosa, además de ser un gran escritor, es un pensador sumamente estimulante. Sus artículos, recomendando autores y libros (como cuando presentó a Karl Popper o recomendó Soldados de Salamina) o rescatando figuras y actualizándolas (como Flora Tristán y Roger Casement) abren los ojos provincianos y nos permite participar del mundo.
Su artículo La costa de utopía me dio la oportunidad de leer Los exiliados románticos de E.H. Carr y Pensadores Rusos de Isaías Berlin, y soñar con la posibilidad de alguna vez leer o ver teatralizada la obra de Tom Stoppard.
Esa oportunidad llegó con la lectura de Viaje, primera parte de la trilogía, que no desmerece en nada la reseña del premio Nobel 2010 que reproduzco a continuación y, obviamente, a él me atengo.
LA COSTA DE UTOPÍA
Por Mario Vargas Llosa
Setiembre, 2002
La noción de intelligentsia nació en Rusia, en el siglo XIX, para designar a una generación de intelectuales comprometidos con la modernización de su país y convencidos de que ella se llevaría a cabo a través de ciertas ideas provenientes de la filosofía, la literatura y la historia que, así como habían sacado a Europa occidental del oscurantismo, el despotismo y el atraso, en Rusia pondrían fin a la servidumbre del campesinado, el autoritarismo de los zares y la falta de justicia y libertad. Dos libros, entre otros, han descrito la odisea intelectual y las vidas trágico-heroicas de la intelligentsia rusa decimonónica, Russian Thinkers, de Isaías Berlin, y The Romantic Exiles, de E. H. Carr, y es una suerte para el teatro contemporáneo que el dramaturgo inglés Tom Stoppard los leyera, pues de este encuentro ha resultado la trilogía épica La Costa de la Utopía (nueve horas de duración y más de cuarenta personajes), que se representa ahora en el National Theatre, de Londres, en una soberbia puesta en escena de Trevor Nunn.
Todas las obras de Stoppard, además de una fiesta de la ironía y la destreza, son un despliegue de la inteligencia, algo que a los espectadores ingleses, distintos en esto de los franceses, provoca siempre incomodidad. En la tierra de Shakespeare, exhibir demasiada lucidez intelectual y preocupación por las ideas es tenido por una falta de educación. Pero al autor de Jumpers y Travesties se lo perdonan, pues Stoppard compensa esas desviaciones con un humor incandescente, una ironía serpentina y juegos de ingenio y de palabra que parecen quitar reciedumbre y fuego a las preocupaciones morales y políticas que asoman en todas sus obras. Sólo parecen, porque, en verdad, no hay hoy en Europa un dramaturgo que haya dado al teatro de ideas —expresión discutible, pues sugiere que se trata de un teatro desencarnado y sin vida— el vigor y la audacia con que, en cada una de sus obras, lo enriquece Stoppard.
Y en ninguna otra de manera tan ambiciosa como en este carrusel por el que desfilan, con sus sueños mesiánicos y sus aventuras románticas, sus polémicas y enemistades, sus tragedias familiares y fracasos políticos, ante el telón de fondo de la miríada de campesinos de las estepas embrutecidos por la explotación, los campos siberianos donde se pudren en vida los disidentes y la apolillada corte imperial, ese puñado de intelectuales que aprenden alemán y francés como si en ello les fuera la vida, leen ávidamente y pasan las noches en blanco discutiendo a Kant y a Fichte, a Hegel y a Schelling y hasta en las lacrimosas novelas de George Sand (cuando esquivan la censura del Zar) creen encontrar los explosivos que los ayudarán a dinamitar esa ciudadela de anacronismo autoritario y supersticioso en que se hallan confinados y a hacer de Rusia una sociedad moderna y libre.
Los héroes de la primera obra del tríptico, Viaje, son un joven aristócrata, Mikhail Bakunin, harto del Ejército donde lo ha metido su padre, hambriento de lecturas y de acción, simpático, brillante, inescrupuloso y de una temeridad ilimitada, cuyas proezas por el momento sólo tienen por escenario los salones elegantes de San Petersburgo y la finca familiar de Premukhino (de quinientos siervos) y un crítico literario, el humilde e iluminado Vissarion Belinsky, para quien el camino de la salvación rusa pasa, no por la civilizada Europa Occidental como sostienen sus amigos, sino por la literatura que los escritores rusos, siguiendo el ejemplo de Pushkin y de Gogol, deberán crear en el futuro, inspirándose en las crudas realidades rurales y urbanas de su propia sociedad. El personaje de Belinsky que ha compuesto Stoppard es fascinante: sobreviviendo a duras penas a la miseria, los pulmones roídos por la tuberculosis, sus artículos y ensayos circulando con dificultades sobrehumanas debido a la censura que una tras otra cierra las publicaciones que los imprimen, su fe en la fuerza revolucionaria de la literatura para cambiar la vida y mejorar a los seres humanos es contagiosa, y lo convierte en el centro de la atención y de la polémica en todos los lugares donde comparece, con sus atuendos miserables y su palabra centellante, su integridad y su inocencia a flor de piel y las feroces diatribas con que pulveriza todo aquello que odia: la frivolidad y el acomodo, las trampas intelectuales y la autocomplacencia. De una manera difícil de explicar, sentimos que sin esa elite de lectores educados por las ideas de un Belinsky en torno al poder revulsivo de la literatura sobre el espíritu y la historia, difícilmente hubieran sido posibles no sólo Gogol y Pushkin; también un Chéjov, un Dostoviesky, un Tolstoy.
Si en Viaje la tensión del debate entre los intelectuales rusos separa a los europeístas tipo Bakunin, Turgenev y Nikolai Ogarev de los eslavistas como Belinsky, en las dos obras siguientes, Naufragio y Salvamento, la polémica es todavía más áspera e irá creando un abismo que se ahondará a lo largo del siglo, entre revolucionarios y reformistas, o, tal vez, más justamente, entre los grandes utopistas tipo Mikhail Bakunin y Karl Marx —aún no enemigos—, seguros de que la historia tiene unas leyes inexorables que ellos han descubierto y que conducirán a la humanidad, luego del cataclismo final entre las clases adversarias o entre el poder y sus víctimas, al Paraíso —donde la historia cesará— y los moderados o gradualistas como Alexander Herzen e Iván Turgueniev, para quienes la historia no está escrita ni tiene leyes, y por eso el progreso real, el único posible, es el parcial y progresivo, el que se construye a diario, a veces con retrocesos y siempre con zigzags, mediante consensos, pactos, acuerdos, concesiones y un espíritu pragmático y realista que antepone los seres de carne y hueso, los de aquí y de ahora, a las grandes categorías abstractas, empezando por la insidiosa de la ‘humanidad futura’ con la que los fanáticos justifican los crímenes políticos.
El héroe de estos dos otros frescos del trítptico que forman La Costa de la Utopía es Alexander Herzen, a quien los libros de historia recuerdan como el fundador del ‘populismo socialista’ ruso, expresión que se presta a las mayores confusiones, pues la palabra ‘populista’ es hoy sinónimo de demagogia e irresponsabilidad, en tanto que Herzen (1812-1870) encarnó exactamente lo contrario. Socialista sí lo fue, pero no en el sentido que tuvo la palabra en el siglo XIX, sinónima de revolucionario, sino, de manera anticipatoria, en el que adquiriría sólo cien años más tarde, cuando, diferenciándose cada vez más del comunismo, se identificaría con la cultura democrática y optaría por la vía electoral, el pluralismo y, en nuestros días, por la economía de mercado. Eso es lo que fue Herzen: un socialista liberal, en una época en que ambos términos parecían repelerse con todas sus fuerzas, como encarnizados enemigos. Él, sin embargo, se empeñó, contra la corrección política entronizada en su tiempo, a sabiendas de que su empeño era poco menos que una quimera y que lo haría víctima de los peores malentendidos e injusticias, en defender aquella opción que rechazaban con el mismo desprecio Marx, Bakunin, los nihilistas, y todas las variedades y matices de la utopía: la de una reforma que, desde un primer momento, salvaguardara la libertad de los individuos concretos, que preservaría no sólo los contenidos, sino también las formas de la legalidad (pues de otro modo la justicia sería un mero simulacro) y que no aceptaría jamás el sacrificio sangriento de la generación presente en nombre de una supuesta felicidad futura ni la suspensión de los valores democráticos en razón de una inverificable eficacia.
Con Herzen, Bakunin, Turgueniev y otros exiliados rusos, La Costa de la Utopía sale de Rusia y viaja por Alemania, Francia, Suiza, Italia, Inglaterra, compartiendo con aquellos las ilusiones con que viven el estallido de las revoluciones burguesas de 1848 y la frustración que les provoca su fracaso y el triunfo de la contrarrevolución que a varios de ellos, como a Bakunin, los llevaría a peregrinar por las mazmorras políticas de media Europa, hasta terminar en Siberia, de donde vemos al anarquista evadirse años después, y, luego de recorrer medio mundo, arribar a Londres a casa de su amigo Herzen, con el espíritu incombustible, ¡y pidiendo ostras!
Descrita de esta manera sucinta podría parecer que la obra de Stoppard no sale del plano ideológico y político. Nada de eso. Uno de sus mayores aciertos es la continua rotación de la historia de los debates de ideas y los grandes asuntos públicos, a la vida privada de los personajes, incluso a los dominios más secretos de la intimidad de algunos de ellos, de manera que el espectador nunca tiene la impresión de que los protagonistas sean meros testaferros abstractos de las ideas que defienden, sino, en todo momento, individuos de carne y hueso viviendo un problema personal. El Herzen de Stoppard, inspirado tanto en el histórico como en el que recrearon Isaías Berlin y E. H. Carr, quedará como uno de los más seductores y delicados personajes del teatro de nuestros días, una figura cuya finura y sensibilidad de héroe chejoviano se agiganta sin embargo por la firmeza de sus convicciones, su vocación de servicio público y su generosidad sin límites para abrir su bolsa y su hogar a todos los disidentes y exiliados, incluidos sus peores adversarios. La grandeza de Herzen no se debe sólo a su lucidez, a su valentía para oponerse a la violencia como instrumento de acción política, a sus esfuerzos para mantener vivo el diálogo con quienes discrepa. También, a la entereza con que supo afrontar las terribles desgracias familiares que jalonaron su vida —el engaño de que lo hizo víctima su mujer, con un exiliado político al que él ayudaba, la muerte de su madre y de su hijo en un naufragio, la desaparición temprana de Natalie, la terrible sensación de desperdicio y de fracaso que lo atormentó todos los años del interminable exilio— y que nunca consiguieron erosionar su fe en la causa que defendía ni la esperanza de que, pese a todas las evidencias en contrario de la historia inmediata, Rusia vería llegar un día la hora de la libertad.
El teatro es un arte de composición y de colaboraciones múltiples. El texto dramático más admirable —éste lo es, como pocos de los últimos años— puede quedar convertido en una birria por culpa de un montaje torpe y unos actores inadecuados. La puesta en escena de Trevor Nunn, los decorados y vestuario de William Dudley, y la actuación del elenco (sobre todo las de Stephen Dillane en el papel de Herzen y de Will Keen en el de Belinsky) son tan ricos y sacan tanto partido de La Costa de la Utopía, que las nueve horas del espectáculo literalmente pasan como un fuego fatuo. El embeleso y la hechicería son tan poderosos que, después de vivir la experiencia, cuesta trabajo decidir dónde está uno, cuál es la verdadera realidad que pisa, si la del Londres lluvioso en cuyo cielo pestañean unos irreales avisos fluorescentes y una muchedumbre de fantasmas con paraguas y sin caras se pasea a las orillas de un Támesis invisible, o la atronadora y fascinante que martillea aún en la memoria —en los oídos y las pestañas— de esos seres soliviantados por la urgencia de cambiar la historia que sueñan, discuten, sufren, pelean y deliran en un mundo exultante donde las pasiones y las ideas tienen furia, música y color. ¿Cómo no dar la razón a Vissarion Belinsky y aullar con él que la literatura es la expresión más sobresaliente de la vida, su mejor valedora?
© Mario Vargas Llosa 2002.
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